"El hombre de negro
Zitarrosa, de Rodolfo Santullo y Max Aguirre. Estuario / Belerofonte, Montevideo, 2012. 112 páginas.
Este
libro no viene a buscarse un lugar entre las biografías de Zitarrosa;
más bien, se ocupa de huecos, lateralidades, asuntos aparentemente
nimios en obras más “orgánicas”. Aparecen entonces el conflicto del
artista que se debate entre la supervivencia económica y la militancia
política, entre la profesionalidad y los amigos, entre el alcohol y la
garganta. Que el guión de Rodolfo Santullo no se base en material
“oficial” -salvo en una notoria excepción, la del reportaje de Zitarrosa
a Onetti publicado en Marcha-, sino en entrevistas realizadas
especialmente para este trabajo, colabora especialmente con esa tarea de
mostrar facetas complementarias de un creador conocido y popular.
Como si hiciera falta explicitar de entrada este abordaje, en la primera de las historias, “20.000 dólares”, Santullo transcribe en formato “pregunta-respuesta” el diálogo que mantuvo con Egardo Santullo (sobre el tema del parentesco volveremos un poco más adelante). Los datos que aporta el entrevistado son mínimos y admitidamente vagos; sin embargo, alcanzan para plantear un dilema que posiblemente vivía a principios de los 70 todo músico exitoso y comprometido con la izquierda -cómo “cobrarle” los recitales a su partido- y, sobre todo, para marcar el tono confesional y laxo, común al resto de las historietas del libro.
“Los muchachos peronistas”, tercera historia, es todo un aporte para superar la incomprensión que hay desde Uruguay hacia la política argentina. Zitarrosa, el comunista oriental, queda en orsai ante un grupo de admiradores que, alrededor de 1975, le organizan actuaciones en el Gran Buenos Aires; en la última viñeta no modifica su postura -sería demasiado previsible-, pero prefiere rescatar lo que une a la izquierda clásica con el movimiento argentino y recita los versos más famosos de “La internacional” (“arriba los pobres del mundo”). “Yo no canto” salta en el tiempo para mostrar a Zitarrosa en los días previos a su regreso al país; los amigos del exilio mexicano le preparan una despedida, y como el humorista que prefiere no contar chistes en reuniones privadas, el músico evita “cantarse una” con la mayor picardía. Apostando al contraste, “Adagio” presenta indirectamente al cantor, que aparece tras bambalinas y borracho hasta las patas, pero que recupera la voz y la sobriedad en cuanto pisa el escenario y se pone a cantar la terrible “Adagio en mi país” (escrita en 1972, cuando para los más lúcidos la primacía autoritaria ya era inevitable). El Zitarrosa más huraño aparece en “Cena con amigos” (el título es una guiñada a una serie que guionó Santullo hace tres años), en una noche de su estadía madrileña (previa a la mexicana) en la que sólo una caricatura de Sabat lo arranca del malhumor.
La última historieta, “Un arreglo es un arreglo”, pretende mostrar, a través de la reacción de un hombre borracho ante la noticia de la muerte de Zitarrosa, lo profundo del arraigo popular del artista. Ésta y la primera historia son las únicas que transcurren en Uruguay (una en la predictadura, otra tras el retorno democrático). Es obviamente una reflexión secundaria, pero entre otras cosas esto mueve a pensar en la importancia que el exilio tuvo para el hombre que creó la épica “Guitarra negra”, aunque sea por motivos simplemente cronológicos: nacido en 1936, poeta, periodista y eventual actor, comenzó a presentarse como cantante recién en 1964, partió en 1973, regresó en 1984 y murió en 1989. En la mirada de Santullo, este exilio adquiere ciertas características peculiares, que comparte con el resto de su tratamiento de la historia reciente, como su novela gráfica Acto de guerra (2010). Posiblemente debido a su historia familiar -parte del grupo de El Galpón que se radicó en México-, Santullo tiende a ver lo ocurrido en los 60 y 70 de manera un tanto simplista -tupas y bolches versus los malos, pongamos-, como si siguiera apegado a las versiones que captó de niño. Sin embargo, dado el encare abiertamente testimonial que tiene este Zitarrosa, acá esa perspectiva rinde. De hecho, podría esperarse más y mejor en este sentido si algún día Santullo (nacido en el DF en 1979) se dedica a profundizar en el periplo de esa camada de hijos exiliados en México -los Campodónico, los Casacuberta, entre otros- que continúa el camino de sus padres en el campo de la cultura.
Lo del dibujante Max Aguirre (Buenos Aires, 1971), en cambio, deja bastante que desear. Compone a un Zitarrosa estilizado y taciturno, cercano en su figura al rockero Nick Cave, pero su caricatura de Onetti (al que muestra petiso, gordo y en camisilla, más parecido a Levrero que al tipo elegante que fue JCO) demuestra bastante lejanía con los personajes retratados. En otros casos, su desdén por la fisonomía impide captar algunos datos (por ejemplo, se supone que el “Enrique” mencionado en el capítulo español es el escritor Estrázulas, manager de Zitarrosa ), pero sobre todo, molesta el evidente abandono del detalle a medida que pasan las páginas, como si hubiera que apurarse para terminar el proyecto.
De todos modos, aunque lo estrictamente artístico decaiga -tal vez sea culpa del buen comienzo, que retrata a un impresionante Zitarrosa facetado e inusualmente concentrado en su guitarra-, el resto de los aspectos gráficos conserva el nivel. En todo caso, el resultado no desentona dentro de una obra audaz, madura y estimulante."
Como si hiciera falta explicitar de entrada este abordaje, en la primera de las historias, “20.000 dólares”, Santullo transcribe en formato “pregunta-respuesta” el diálogo que mantuvo con Egardo Santullo (sobre el tema del parentesco volveremos un poco más adelante). Los datos que aporta el entrevistado son mínimos y admitidamente vagos; sin embargo, alcanzan para plantear un dilema que posiblemente vivía a principios de los 70 todo músico exitoso y comprometido con la izquierda -cómo “cobrarle” los recitales a su partido- y, sobre todo, para marcar el tono confesional y laxo, común al resto de las historietas del libro.
“Los muchachos peronistas”, tercera historia, es todo un aporte para superar la incomprensión que hay desde Uruguay hacia la política argentina. Zitarrosa, el comunista oriental, queda en orsai ante un grupo de admiradores que, alrededor de 1975, le organizan actuaciones en el Gran Buenos Aires; en la última viñeta no modifica su postura -sería demasiado previsible-, pero prefiere rescatar lo que une a la izquierda clásica con el movimiento argentino y recita los versos más famosos de “La internacional” (“arriba los pobres del mundo”). “Yo no canto” salta en el tiempo para mostrar a Zitarrosa en los días previos a su regreso al país; los amigos del exilio mexicano le preparan una despedida, y como el humorista que prefiere no contar chistes en reuniones privadas, el músico evita “cantarse una” con la mayor picardía. Apostando al contraste, “Adagio” presenta indirectamente al cantor, que aparece tras bambalinas y borracho hasta las patas, pero que recupera la voz y la sobriedad en cuanto pisa el escenario y se pone a cantar la terrible “Adagio en mi país” (escrita en 1972, cuando para los más lúcidos la primacía autoritaria ya era inevitable). El Zitarrosa más huraño aparece en “Cena con amigos” (el título es una guiñada a una serie que guionó Santullo hace tres años), en una noche de su estadía madrileña (previa a la mexicana) en la que sólo una caricatura de Sabat lo arranca del malhumor.
La última historieta, “Un arreglo es un arreglo”, pretende mostrar, a través de la reacción de un hombre borracho ante la noticia de la muerte de Zitarrosa, lo profundo del arraigo popular del artista. Ésta y la primera historia son las únicas que transcurren en Uruguay (una en la predictadura, otra tras el retorno democrático). Es obviamente una reflexión secundaria, pero entre otras cosas esto mueve a pensar en la importancia que el exilio tuvo para el hombre que creó la épica “Guitarra negra”, aunque sea por motivos simplemente cronológicos: nacido en 1936, poeta, periodista y eventual actor, comenzó a presentarse como cantante recién en 1964, partió en 1973, regresó en 1984 y murió en 1989. En la mirada de Santullo, este exilio adquiere ciertas características peculiares, que comparte con el resto de su tratamiento de la historia reciente, como su novela gráfica Acto de guerra (2010). Posiblemente debido a su historia familiar -parte del grupo de El Galpón que se radicó en México-, Santullo tiende a ver lo ocurrido en los 60 y 70 de manera un tanto simplista -tupas y bolches versus los malos, pongamos-, como si siguiera apegado a las versiones que captó de niño. Sin embargo, dado el encare abiertamente testimonial que tiene este Zitarrosa, acá esa perspectiva rinde. De hecho, podría esperarse más y mejor en este sentido si algún día Santullo (nacido en el DF en 1979) se dedica a profundizar en el periplo de esa camada de hijos exiliados en México -los Campodónico, los Casacuberta, entre otros- que continúa el camino de sus padres en el campo de la cultura.
Lo del dibujante Max Aguirre (Buenos Aires, 1971), en cambio, deja bastante que desear. Compone a un Zitarrosa estilizado y taciturno, cercano en su figura al rockero Nick Cave, pero su caricatura de Onetti (al que muestra petiso, gordo y en camisilla, más parecido a Levrero que al tipo elegante que fue JCO) demuestra bastante lejanía con los personajes retratados. En otros casos, su desdén por la fisonomía impide captar algunos datos (por ejemplo, se supone que el “Enrique” mencionado en el capítulo español es el escritor Estrázulas, manager de Zitarrosa ), pero sobre todo, molesta el evidente abandono del detalle a medida que pasan las páginas, como si hubiera que apurarse para terminar el proyecto.
De todos modos, aunque lo estrictamente artístico decaiga -tal vez sea culpa del buen comienzo, que retrata a un impresionante Zitarrosa facetado e inusualmente concentrado en su guitarra-, el resto de los aspectos gráficos conserva el nivel. En todo caso, el resultado no desentona dentro de una obra audaz, madura y estimulante."