Felisberto al azar
“Piedra, papel o tijera”, de Alejandro Farías y Jozz.
Mojito, 2015. 64 páginas. / “¿Qué he ganado con quererte?”, de
Alejandro Farías y Junior Santellán. Belerofonte-Estuario-Loco Rabia,
2015. 96 páginas.
En 2015 fueron publicadas en Montevideo dos novelas gráficas
con guión del argentino Alejandro Farías (Bahía Blanca, 1978). Se trata
de Piedra, papel o tijera, del colectivo editorial Mojito (que
reúne a las editoriales Dragoncomics, Estuario, Loco Rabia y
Belerofonte) con arte del brasileño Jorge Octavio Jozz Zugliani; y ¿Qué he ganado con quererte?,
con arte de Junior Santellán (Fray Bentos, 1982), editada por
Belerofonte, Loco Rabia y Estuario, que ganó un Fondo Concursable para
la Cultura.
Se trata de dos historietas especialmente ricas e interesantes, que, cada una a su manera, logran aportar facetas nuevas a la quizá un poco uniforme figura contemporánea del género en Uruguay (quizá incluso en el Río de la Plata), en particular si consideramos el costado más “experimental” de su propuesta.
Pero vamos por partes. Piedra, papel o tijera está narrada con pericia y vértigo. El título remite al juego de azar, y el azar a la trama inasible de los acontecimientos, al qué hubiese pasado si en vez de…, un tema “universal” -e inagotable- que Farías logra trabajar sin rebajarlo demasiado al cliché. La trama se instala en lo que podríamos llamar el subgénero del autosecuestro-que-termina-mal (o, mejor, de la complicación de un secuestro original), un poco guiñando a la clásica Fargo (1996), de los hermanos Cohen. Lo de “que termina mal” puede parecer un spoiler, pero desde el comienzo de la novela Farías, astutamente, se encarga de sugerirnos que en el universo en que se mueven sus personajes no tiene sentido apostar por un final feliz.
Entre los momentos más destacables del libro hay que mencionar la página 20, con su división en tres partes secuenciadas verticalmente en el espacio de la página, y también la composición de buena cantidad de las viñetas: la última de la página 21, la página 27 en su totalidad, la segunda de la página 51 y las dos últimas páginas completas son buenos ejemplos del talento de Jozz. Si bien en el libro no aparecen muchos más juegos formales al estilo de la mencionada tripartición, la manera en que es explorada la narrativa desde la interrelación de historias paralelas acerca a Piedra, papel o tijera a la zona más experimental de la historieta rioplatense reciente, que tuvo, en su momento, un ejemplo brillante en Aloha, de Maco.
Ese acercamiento aparece todavía más claramente en ¿Qué he ganado con quererte? Si bien es más irregular que Piedra..., es también la más arriesgada, y, por lo tanto (en un medio en el que la perspectiva editorial es la que predomina, favoreciendo casi siempre obras de artesanado cuidadoso, recetas consagradas y temas “de interés”), la más valiosa. Para empezar, cabría señalarla como una de las pocas -poquísimas- historietas publicadas recientemente en Uruguay que prescinde del “contar una historia” como un valor central, en tanto el libro en su conjunto no puede reducirse a ninguno de los tres relatos diferenciables (ni los presenta en una jerarquía evidente): una vida de Felisberto Hernández dibujada por la protagonista, la vida y las peripecias de ella como personaje (ambas forman una suerte de unidad metahistorietística, por cierto) y un tercer relato que, con magnífica ironía, cierra la novela y es propuesto como una historia de intriga y espías.
Las secciones que representan el trabajo de la protagonista aparecen dibujadas en un estilo que puede remitir al de ciertos cómics de no-ficción -como el excelente Economix, de Michael Goodwin y Dan Burr-, mientras que la trama de espías es presentada de manera vintage, como una apropiación del estilo de las revistas Misterix y Hora Cero (por mencionar dos que aparecen retratadas en el libro).
Es cierto que la presentación de la figura y la obra de Hernández es un poco ingenua o simple (de hecho el libro inventa -o reproduce: hay una bibliografía al final- una manera de “justificar” la marcada orientación hacia la derecha del escritor, como si ese elemento biográfico fuese tan incómodo y obsesionante que se volviera imperioso explicarlo) y aparece por ahí (en la página 42) un Artaud confundido con Rimbaud, pero, más allá de estos y otros pequeños tropiezos (hay que decir, por ejemplo, que a Santellán le sale magníficamente bien el estilo de las secciones dibujadas por la protagonista pero no tanto su parodia de la historieta clásica de acción y aventuras), las viñetas que construyen una lectura de la obra (y la vida) de Felisberto son brillantes, en tanto verdaderas metáforas visuales, por momentos tan extrañas e inquietantes como las imágenes del autor de El caballo perdido. Y esa densidad poética no es un logro menor. En un año que vio excelentes reediciones de la obra de Hernández (las de Cuenco de Plata y Alfaguara, especialmente), la novela de Farías y Santellán se vuelve un libro imprescindible.
Un detalle más: vale la pena ponerse a pensar en la prologomanía que aqueja a la edición de historietas en Uruguay, porque en ella puede leerse un signo del perfil que ofrece el noveno arte actualmente y por estas latitudes. Las dos novelas aquí comentadas exhiben prólogos, y de hecho ¿Qué he ganado con quererte? incluye tres. Todos interesantes en sí mismos, es verdad, pero que curiosamente (salvo algunas líneas del tercero, a cargo del legendario dibujante argentino Luis Scafati; los otros dos pertenecen a los argentinos Sol Echeverría y Pablo de Santis) se limitan a referirse a Felisberto Hernández (como si fuera necesario presentarlo; ¿o lo es para los lectores de historieta?; hay algo, quizás, estrictamente funcional en esos prólogos), sin hablar del trabajo de Farías y Santallán. Tal vez lo que pasa es que en los años 80 y 90 el cómic local buscó ser contracultural y combativo, y si las revistas y fanzines publicados tenían notas editoriales (a modo de prólogo) era más bien para decir por qué todo lo demás era una cagada y lo que se estaba a punto de leer, en cambio, era la salvación de la cultura nacional; ahora el objetivo es, o parece ser, presentar a la historieta como una forma integrada, civilizada y amable de la cultura, como un producto viable (también desde un punto de vista económico) y, bajo sus códigos, serio. Por eso los prólogos de estos libros nos informan, nos instruyen, nos insertan en la relevancia de lo que vamos a leer y lo “justifican”. Pero muchas veces ese gesto opera con una suerte de seriedad impostada y un poco aparatosa, y cabe siempre o casi siempre preguntarse si no sería mejor dejar vivir a la historieta por su cuenta, por sus propios caminos.
Se trata de dos historietas especialmente ricas e interesantes, que, cada una a su manera, logran aportar facetas nuevas a la quizá un poco uniforme figura contemporánea del género en Uruguay (quizá incluso en el Río de la Plata), en particular si consideramos el costado más “experimental” de su propuesta.
Pero vamos por partes. Piedra, papel o tijera está narrada con pericia y vértigo. El título remite al juego de azar, y el azar a la trama inasible de los acontecimientos, al qué hubiese pasado si en vez de…, un tema “universal” -e inagotable- que Farías logra trabajar sin rebajarlo demasiado al cliché. La trama se instala en lo que podríamos llamar el subgénero del autosecuestro-que-termina-mal (o, mejor, de la complicación de un secuestro original), un poco guiñando a la clásica Fargo (1996), de los hermanos Cohen. Lo de “que termina mal” puede parecer un spoiler, pero desde el comienzo de la novela Farías, astutamente, se encarga de sugerirnos que en el universo en que se mueven sus personajes no tiene sentido apostar por un final feliz.
Entre los momentos más destacables del libro hay que mencionar la página 20, con su división en tres partes secuenciadas verticalmente en el espacio de la página, y también la composición de buena cantidad de las viñetas: la última de la página 21, la página 27 en su totalidad, la segunda de la página 51 y las dos últimas páginas completas son buenos ejemplos del talento de Jozz. Si bien en el libro no aparecen muchos más juegos formales al estilo de la mencionada tripartición, la manera en que es explorada la narrativa desde la interrelación de historias paralelas acerca a Piedra, papel o tijera a la zona más experimental de la historieta rioplatense reciente, que tuvo, en su momento, un ejemplo brillante en Aloha, de Maco.
Ese acercamiento aparece todavía más claramente en ¿Qué he ganado con quererte? Si bien es más irregular que Piedra..., es también la más arriesgada, y, por lo tanto (en un medio en el que la perspectiva editorial es la que predomina, favoreciendo casi siempre obras de artesanado cuidadoso, recetas consagradas y temas “de interés”), la más valiosa. Para empezar, cabría señalarla como una de las pocas -poquísimas- historietas publicadas recientemente en Uruguay que prescinde del “contar una historia” como un valor central, en tanto el libro en su conjunto no puede reducirse a ninguno de los tres relatos diferenciables (ni los presenta en una jerarquía evidente): una vida de Felisberto Hernández dibujada por la protagonista, la vida y las peripecias de ella como personaje (ambas forman una suerte de unidad metahistorietística, por cierto) y un tercer relato que, con magnífica ironía, cierra la novela y es propuesto como una historia de intriga y espías.
Las secciones que representan el trabajo de la protagonista aparecen dibujadas en un estilo que puede remitir al de ciertos cómics de no-ficción -como el excelente Economix, de Michael Goodwin y Dan Burr-, mientras que la trama de espías es presentada de manera vintage, como una apropiación del estilo de las revistas Misterix y Hora Cero (por mencionar dos que aparecen retratadas en el libro).
Es cierto que la presentación de la figura y la obra de Hernández es un poco ingenua o simple (de hecho el libro inventa -o reproduce: hay una bibliografía al final- una manera de “justificar” la marcada orientación hacia la derecha del escritor, como si ese elemento biográfico fuese tan incómodo y obsesionante que se volviera imperioso explicarlo) y aparece por ahí (en la página 42) un Artaud confundido con Rimbaud, pero, más allá de estos y otros pequeños tropiezos (hay que decir, por ejemplo, que a Santellán le sale magníficamente bien el estilo de las secciones dibujadas por la protagonista pero no tanto su parodia de la historieta clásica de acción y aventuras), las viñetas que construyen una lectura de la obra (y la vida) de Felisberto son brillantes, en tanto verdaderas metáforas visuales, por momentos tan extrañas e inquietantes como las imágenes del autor de El caballo perdido. Y esa densidad poética no es un logro menor. En un año que vio excelentes reediciones de la obra de Hernández (las de Cuenco de Plata y Alfaguara, especialmente), la novela de Farías y Santellán se vuelve un libro imprescindible.
Un detalle más: vale la pena ponerse a pensar en la prologomanía que aqueja a la edición de historietas en Uruguay, porque en ella puede leerse un signo del perfil que ofrece el noveno arte actualmente y por estas latitudes. Las dos novelas aquí comentadas exhiben prólogos, y de hecho ¿Qué he ganado con quererte? incluye tres. Todos interesantes en sí mismos, es verdad, pero que curiosamente (salvo algunas líneas del tercero, a cargo del legendario dibujante argentino Luis Scafati; los otros dos pertenecen a los argentinos Sol Echeverría y Pablo de Santis) se limitan a referirse a Felisberto Hernández (como si fuera necesario presentarlo; ¿o lo es para los lectores de historieta?; hay algo, quizás, estrictamente funcional en esos prólogos), sin hablar del trabajo de Farías y Santallán. Tal vez lo que pasa es que en los años 80 y 90 el cómic local buscó ser contracultural y combativo, y si las revistas y fanzines publicados tenían notas editoriales (a modo de prólogo) era más bien para decir por qué todo lo demás era una cagada y lo que se estaba a punto de leer, en cambio, era la salvación de la cultura nacional; ahora el objetivo es, o parece ser, presentar a la historieta como una forma integrada, civilizada y amable de la cultura, como un producto viable (también desde un punto de vista económico) y, bajo sus códigos, serio. Por eso los prólogos de estos libros nos informan, nos instruyen, nos insertan en la relevancia de lo que vamos a leer y lo “justifican”. Pero muchas veces ese gesto opera con una suerte de seriedad impostada y un poco aparatosa, y cabe siempre o casi siempre preguntarse si no sería mejor dejar vivir a la historieta por su cuenta, por sus propios caminos.
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