Leer el hígado onettiano
Parece fácil constatar el crecimiento (incluso el “auge”) del
cómic uruguayo en los últimos seis u ocho años. Hay, de hecho, varias
líneas especialmente visibles: la consolidación de proyectos editoriales
(en particular Grupo Belerofonte, seguido por Dragon Comics y Ninfa
Comics, con el grupo GAS a cierta distancia) y de un pequeño grupo de
guionistas liderado (en más de un sentido, pero detallarlo sería motivo
para otra nota) por Rodolfo Santullo, sobre quien es ya un lugar común
señalar su buen hacer y -detalle para nada menor- su prolificidad. Es
posible, de hecho, que las virtudes y defectos de Santullo como
guionista sean también los defectos y las virtudes de la escena
historietística local, al menos en lo referente a los guiones.
Esto, me parece, es particularmente visible en dos novelas gráficas de aparición reciente: Aram el armenio, con guion de Abel Alves y arte de Majox y Lara Lee, y Rincón de la Bolsa, con guion de Nicolás Peruzzo y arte de Gabriel Serra. Novelas sólidas, bien hechas, pero, a la vez, creaciones en cierto modo conservadoras.
La última fue publicada por entregas en Lento, y correspondió a José Gabriel Lagos, editor de la revista, aportar el prólogo. Se trata de un texto valiosísimo, en tanto propone una serie de líneas de lectura particularmente clara, ofrece un vínculo fértil con una tradición literaria y contagia de entusiasmo al lector. Sería muy difícil contradecir a Lagos cuando comenta la relación de la historieta de Peruzzo con Juan Carlos Onetti y, en particular, con El astillero y una de sus “interpretaciones” más consagradas. En el guion de Peruzzo, ese recurso de referencia al centro del canon narrativo uruguayo sirve para espesar significados; Onetti jugó a aceptar y negar la lectura de su novela como una alegoría del Uruguay del neobatllismo ya decadente, y Peruzzo, hábilmente, instala su alegoría en el mismo juego. Ya desde la portada, donde se ve un edificio venido a menos que ostenta un cartel que dice “Larsen SA”, el lector puede pensar que va a encontrarse con una novela gráfica en la que la decadencia de una fábrica remeda la del país, de la misma manera en que la decadencia del astillero onettiano remeda... bueno, ya me entendieron. Esa instalación de una alegoría, sin embargo, podría ser mejor pensada -y acá aparece otro gran acierto de Peruzzo- como una modulación de cierta alegoría, ya que si la onettiana se da por sentada desde el comienzo, a medida que se avanza en la novela gráfica cobran especial relieve otros asuntos, más vinculados con el proceso del protagonista y no menos onettianos.
En manos de un guionista menos hábil, esa referencia podría ahogar o agotar la narrativa, pero eso no pasa en Rincón... En la línea de las virtudes del trabajo de Santullo visibles en la obra del grupo de guionistas mencionado (en el que cabe listar a Peruzzo, a Pablo Roy Leguisamo y a Martín Magnus Pérez), sin duda el manejo hábil de las estructuras narrativas, la economía de medios y el conocimiento de referentes literarios (géneros o escritores) son los valores que se persiguen y, en general, se alcanzan. Peruzzo logra armar un relato sólido, dinámico y ágil.
Los defectos señalables, por cierto, no pesan más que lo mejor de lo propuesto por la novela. Es cierto que hay una suerte de ansiedad en Peruzzo por compactar significados y alusiones en pocas viñetas, y que a veces se vuelve involuntariamente gracioso cómo cada personaje que toma la palabra se pone a discurrir sobre los males que aquejan al lugar donde vive, y suelta parrafadas sobre la vida y obra de los vecinos del lugar. En una obra significativamente más larga, esto quizá no habría sido un punto en contra, pero dada la brevedad de Rincón... se trata de un detalle que realmente no juega a favor.
Del mismo modo, Peruzzo parece atento a no contravenir prácticas consagradas y a construir su narrativa de acuerdo con los manuales más en uso. La división en “actos” de Rincón..., por ejemplo, es sumamente notoria y hasta un poco forzada (en Santullo esto suele verse, al menos en sus mejores momentos, como más natural). Si esa prolijidad no operara, de hecho, en relación con un evidente descenso del protagonista a una forma gris del infierno, iría en detrimento de la potencia del libro. Pero esto no sucede: si entendemos que lo que le importa a Peruzzo es más bien “cumplir” con códigos de artesanado y -quizá sea un término clave- profesionalidad, queda claro que su principal logro al respecto es que, desde esa actitud poco jugada o conservadora, la novela logra abrirse camino en expresividad e interés.
Hay que señalar que buena parte del balance positivo de Rincón... (y de su mencionada expresividad) tiene que ver con el hermoso arte de Gabriel Serra, que por momentos parece heredero de los momentos más expresivos de Matías Bergara, por mencionar un referente reciente y local. En cualquier caso, la construcción del pueblo, la fábrica y las playas por las que caminan los personajes es impecable. Serra construye un clima aplastante e implacable, tanto que es fácil ponerse a imaginar relatos de Onetti vueltos imagen por la mano de este dibujante.
La pesadilla de la historia
El caso de Aram el armenio es similar; de hecho, no sería un juicio muy desencaminado señalar que ambos libros son correctos, funcionan y, a la vez, no llegan realmente a asombrar o sobrecoger, al menos desde una operación tan antinatural como la implícita en separar el guion del arte visual (porque el de Serra sí funciona como un golpe al lector).
Abel Alves tiene su fuerte en el humor geek y delirante de la serie Zombess; sin embargo, ha dado también muestras de ese profesionalismo, versatilidad y buen hacer narrativo que la escena local privilegia sobre otros valores posibles (la experimentación, el desafío al lector, etcétera). En Aram..., el tema histórico -el genocidio del pueblo armenio a manos del Imperio Otomano- impone, por supuesto, una actitud de respeto hacia la fuente “real” de la narración y una sensibilidad cuidadosa, y en ambas cosas Alves sale adelante. Como en la novela de Peruzzo, los defectos apenas comprometen el balance final, y de hecho las relecturas -incluso más que en el caso de Rincón...- terminan por “convencer” de que ciertas zonas de la trama funcionan bien (o mejor de lo que se pensaba), pese a una primera impresión contraria.
Una de las estrategias más claras de Alves en Aram... es rehuir absolutismos o maniqueísmos, apelando a complicar las facciones en pugna. Dicho de un modo burdo, hay en esta novela gráfica -de las pocas o poquísimas que abordan el tema– turcos buenos y turcos malos, armenios simpáticos y hasta heroicos, y también armenios… pues, no tanto. Esta estrategia -que es, por qué no decirlo, también de manual- se convierte en uno de los ejes por los que prolifera la construcción de significado (narrativo e histórico, por tanto, también político) de Aram..., que fluye desde esas premisas y condiciones iniciales hasta un desenlace quizás un poco simple y una última página que no está a la altura de sus momentos más expresivos. La elección de Majox y Lara Lee para el arte visual del libro es un detalle clave. Alves es un dibujante más que atendible (brilla en el registro de la ya mencionada serie Zombess), y a la vez demuestra ser capaz de detectar que para ciertos guiones su estilo no es el más adecuado. Hace ya algunos años, su colaboración con el entrerriano Nahuel Nahus Silva generó Sangre y sol, un libro atendible pero con altibajos notorios, sobre todo en la parte gráfica; el aspecto visual de Aram…, en cambio, es impecable, tanto desde el dibujo como -diría especialmente- desde el coloreado.
Tanto Aram… como Rincón… exhiben equipos de dibujantes y guionistas notoriamente competentes; en el contexto de la escena historietística nacional reciente, en la que la apuesta por la profesionalidad, la consistencia y la versatilidad es sin duda una clave del crecimiento y la visibilidad de los artistas, aparecen como libros valiosos, sólidos, que construyen o confirman la buena salud de la que goza el cómic uruguayo (o rioplatense, o iberoamericano, dado que Majox y Lara Lee son argentinas y Alves, gallego). En ese sentido, sus propuestas son más que bienvenidas. En cuanto al goce de la lectura, los dos libros cumplen. Ambos son excelentes muestras de lo que se está publicando en historieta por estas latitudes, y sin duda aportan más argumentos a la hora de establecer el talento en potencia y en acto de sus creadores, así como la manera o las maneras en que se configura esa escena local.
Esto, me parece, es particularmente visible en dos novelas gráficas de aparición reciente: Aram el armenio, con guion de Abel Alves y arte de Majox y Lara Lee, y Rincón de la Bolsa, con guion de Nicolás Peruzzo y arte de Gabriel Serra. Novelas sólidas, bien hechas, pero, a la vez, creaciones en cierto modo conservadoras.
La última fue publicada por entregas en Lento, y correspondió a José Gabriel Lagos, editor de la revista, aportar el prólogo. Se trata de un texto valiosísimo, en tanto propone una serie de líneas de lectura particularmente clara, ofrece un vínculo fértil con una tradición literaria y contagia de entusiasmo al lector. Sería muy difícil contradecir a Lagos cuando comenta la relación de la historieta de Peruzzo con Juan Carlos Onetti y, en particular, con El astillero y una de sus “interpretaciones” más consagradas. En el guion de Peruzzo, ese recurso de referencia al centro del canon narrativo uruguayo sirve para espesar significados; Onetti jugó a aceptar y negar la lectura de su novela como una alegoría del Uruguay del neobatllismo ya decadente, y Peruzzo, hábilmente, instala su alegoría en el mismo juego. Ya desde la portada, donde se ve un edificio venido a menos que ostenta un cartel que dice “Larsen SA”, el lector puede pensar que va a encontrarse con una novela gráfica en la que la decadencia de una fábrica remeda la del país, de la misma manera en que la decadencia del astillero onettiano remeda... bueno, ya me entendieron. Esa instalación de una alegoría, sin embargo, podría ser mejor pensada -y acá aparece otro gran acierto de Peruzzo- como una modulación de cierta alegoría, ya que si la onettiana se da por sentada desde el comienzo, a medida que se avanza en la novela gráfica cobran especial relieve otros asuntos, más vinculados con el proceso del protagonista y no menos onettianos.
En manos de un guionista menos hábil, esa referencia podría ahogar o agotar la narrativa, pero eso no pasa en Rincón... En la línea de las virtudes del trabajo de Santullo visibles en la obra del grupo de guionistas mencionado (en el que cabe listar a Peruzzo, a Pablo Roy Leguisamo y a Martín Magnus Pérez), sin duda el manejo hábil de las estructuras narrativas, la economía de medios y el conocimiento de referentes literarios (géneros o escritores) son los valores que se persiguen y, en general, se alcanzan. Peruzzo logra armar un relato sólido, dinámico y ágil.
Los defectos señalables, por cierto, no pesan más que lo mejor de lo propuesto por la novela. Es cierto que hay una suerte de ansiedad en Peruzzo por compactar significados y alusiones en pocas viñetas, y que a veces se vuelve involuntariamente gracioso cómo cada personaje que toma la palabra se pone a discurrir sobre los males que aquejan al lugar donde vive, y suelta parrafadas sobre la vida y obra de los vecinos del lugar. En una obra significativamente más larga, esto quizá no habría sido un punto en contra, pero dada la brevedad de Rincón... se trata de un detalle que realmente no juega a favor.
Del mismo modo, Peruzzo parece atento a no contravenir prácticas consagradas y a construir su narrativa de acuerdo con los manuales más en uso. La división en “actos” de Rincón..., por ejemplo, es sumamente notoria y hasta un poco forzada (en Santullo esto suele verse, al menos en sus mejores momentos, como más natural). Si esa prolijidad no operara, de hecho, en relación con un evidente descenso del protagonista a una forma gris del infierno, iría en detrimento de la potencia del libro. Pero esto no sucede: si entendemos que lo que le importa a Peruzzo es más bien “cumplir” con códigos de artesanado y -quizá sea un término clave- profesionalidad, queda claro que su principal logro al respecto es que, desde esa actitud poco jugada o conservadora, la novela logra abrirse camino en expresividad e interés.
Hay que señalar que buena parte del balance positivo de Rincón... (y de su mencionada expresividad) tiene que ver con el hermoso arte de Gabriel Serra, que por momentos parece heredero de los momentos más expresivos de Matías Bergara, por mencionar un referente reciente y local. En cualquier caso, la construcción del pueblo, la fábrica y las playas por las que caminan los personajes es impecable. Serra construye un clima aplastante e implacable, tanto que es fácil ponerse a imaginar relatos de Onetti vueltos imagen por la mano de este dibujante.
La pesadilla de la historia
El caso de Aram el armenio es similar; de hecho, no sería un juicio muy desencaminado señalar que ambos libros son correctos, funcionan y, a la vez, no llegan realmente a asombrar o sobrecoger, al menos desde una operación tan antinatural como la implícita en separar el guion del arte visual (porque el de Serra sí funciona como un golpe al lector).
Abel Alves tiene su fuerte en el humor geek y delirante de la serie Zombess; sin embargo, ha dado también muestras de ese profesionalismo, versatilidad y buen hacer narrativo que la escena local privilegia sobre otros valores posibles (la experimentación, el desafío al lector, etcétera). En Aram..., el tema histórico -el genocidio del pueblo armenio a manos del Imperio Otomano- impone, por supuesto, una actitud de respeto hacia la fuente “real” de la narración y una sensibilidad cuidadosa, y en ambas cosas Alves sale adelante. Como en la novela de Peruzzo, los defectos apenas comprometen el balance final, y de hecho las relecturas -incluso más que en el caso de Rincón...- terminan por “convencer” de que ciertas zonas de la trama funcionan bien (o mejor de lo que se pensaba), pese a una primera impresión contraria.
Una de las estrategias más claras de Alves en Aram... es rehuir absolutismos o maniqueísmos, apelando a complicar las facciones en pugna. Dicho de un modo burdo, hay en esta novela gráfica -de las pocas o poquísimas que abordan el tema– turcos buenos y turcos malos, armenios simpáticos y hasta heroicos, y también armenios… pues, no tanto. Esta estrategia -que es, por qué no decirlo, también de manual- se convierte en uno de los ejes por los que prolifera la construcción de significado (narrativo e histórico, por tanto, también político) de Aram..., que fluye desde esas premisas y condiciones iniciales hasta un desenlace quizás un poco simple y una última página que no está a la altura de sus momentos más expresivos. La elección de Majox y Lara Lee para el arte visual del libro es un detalle clave. Alves es un dibujante más que atendible (brilla en el registro de la ya mencionada serie Zombess), y a la vez demuestra ser capaz de detectar que para ciertos guiones su estilo no es el más adecuado. Hace ya algunos años, su colaboración con el entrerriano Nahuel Nahus Silva generó Sangre y sol, un libro atendible pero con altibajos notorios, sobre todo en la parte gráfica; el aspecto visual de Aram…, en cambio, es impecable, tanto desde el dibujo como -diría especialmente- desde el coloreado.
Tanto Aram… como Rincón… exhiben equipos de dibujantes y guionistas notoriamente competentes; en el contexto de la escena historietística nacional reciente, en la que la apuesta por la profesionalidad, la consistencia y la versatilidad es sin duda una clave del crecimiento y la visibilidad de los artistas, aparecen como libros valiosos, sólidos, que construyen o confirman la buena salud de la que goza el cómic uruguayo (o rioplatense, o iberoamericano, dado que Majox y Lara Lee son argentinas y Alves, gallego). En ese sentido, sus propuestas son más que bienvenidas. En cuanto al goce de la lectura, los dos libros cumplen. Ambos son excelentes muestras de lo que se está publicando en historieta por estas latitudes, y sin duda aportan más argumentos a la hora de establecer el talento en potencia y en acto de sus creadores, así como la manera o las maneras en que se configura esa escena local.
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