Para empezar por lo más evidente: una mirada
rápida a Testimonios oscuros, el
primer libro de Fernando Ramos, deja claro el enorme talento de su autor como
dibujante. Es un lugar común comparar su estilo con el de Mike Mignola (creador
de Hellboy y autor, entre otras, de
esa belleza de novela gráfica que es Gotham
luz de gas), en tanto el parecido entre el trabajo de ambos artistas es
verdaderamente notorio, pero sería un error reducir el arte de Ramos a lo
epigonal o incluso la parodia u homenaje. En sus mejores momentos, y también
los más idiosincráticos, de hecho, Ramos parece acercarse a cierta abstracción
enormemente expresiva, que hace un uso virtuosístico del blanco y negro en alto
contraste (un poco a la manera, salvando las diferencias de estilo y para mover
coordenadas locales, del Matías Bergara de los mejores momentos de Las andanzas de Vlad Tepes) y construye
viñetas que, en sí mismas, colocan al libro entre lo más atendible de la
historieta uruguaya reciente. Y basta como ejemplo la maravilla minimalista (y
enorme acierto composicional) de la quinta viñeta de la página 19, aunque al
mismo nivel, o quizá incluso superior, está casi todo lo que puede verse en la
tercera de las historias compiladas en este volumen.
Una siguiente leída o releída de los cinco
relatos que integran el libro, sin embargo, permite otras reflexiones. El libro
fue publicado gracias al apoyo de Fondos Concursables para la Cultura, como
buena parte de la producción historietística local de los últimos 5 o 6 años;
como casi todos los proyectos facilitados por los Fondos Concursables en la
historia de la categoría Relato Gráfico, Testimonios
oscuros apela a una serie de estrategias de legitimación que, en gran
medida, son un requisito más o menos claro a la convocatoria, entre ellos el
ocuparse de temas de interés social o incluso político, casi siempre también de
corte histórico, además de ofrecer un proyecto sólido y viable estética y
comercialmente. Y podemos pensar, asumiendo por supuesto el riesgo de la
simplificación excesiva, en esas dos dimensiones (la legitimación en tanto producción de
narrativas pertinentes y la
viabilidad pensada como profesionalización de la tarea del historietista) como,
de alguna manera, dos de las fuerzas que permanentemente trabajan para dar
forma a la escena historietística local.
En el caso de Testimonios oscuros está claro el conjunto de estrategias elegido por Ramos
para apuntalar su proyecto. Convoca, por ejemplo, a dos guionistas locales de
probada experiencia, Rodolfo Santullo (Dengue,
El club de los ilustres, Valizas) y Pablo “Roy” Leguisamo (Morir por el Che, Las partes malas, Vientre),
ambos eminentemente “profesionales” en su actitud, ambos editores, ambos
veteranos de varias convocatorias de Fondos Concursables, para que aporten los
guiones de dos de las historias, la de Edu Molina (a cargo de Leguisamo) y la
de la Tragedia de los Andes (a cargo de Santullo). A su vez, en lo referente a
la legitimación o pertinencia, la elección de los temas en Testimonios oscuros no es menos clara; la propuesta apunta a
historias que han dejado una huella especialmente profunda en el imaginario
colectivo: la Tragedia de los Andes, el Holocausto, el incendio en Cromañón y,
quizá en menor medida pero para nada ajenos a estas coordenadas, el caso de la
desaparición de Natalia Martínez en 2007 y, por último, el de la bala que
recibió Edu Molina para salvar la vida de una niña. Es fácil, entonces, pensar
en un denominador común a estas historias y, desde esa idea, leer el título del
volumen. Es decir, tenemos testimonios
–es decir: los implicados en las historias nos narran qué fue lo que pasó, con
el inevitable y deseable componente de subjetividad- y tenemos tinieblas:
momentos difíciles, que cambian vidas y se vuelven ejemplos de la adversidad.
Habría, entonces, quizá algo de didáctico
en el proyecto de Ramos, en tanto se nos mostrará cómo se las arreglan los
seres humanos para salir adelante incluso en las peores circunstancias. Ese
propósito, claro está, no es ajeno a buena parte de las ficciones más canónicas
de la literatura y también de la historieta; Ramos, en todo caso, propone una
selección, nos señala cinco circunstancias que supone especialmente
significativas para nosotros en tanto comunidad. Se trata, entonces, de un
libro que se busca serio, que
pretende decir cosas, que apela a
hechos históricos para lograr un propósito si no edificante al menos
movilizador. Y no es necesario aclarar que en líneas generales el propósito de
emocionar está logrado, y que en ese sentido el arte gráfico de Ramos logra, en
este libro, un triunfo apreciable.
De hecho, los
defectos más evidentes del libro no competen al dibujante, más allá, claro
está, de su decisión de incorporar a su proyecto esos elementos que se
convierten en fallas flagrantes. Lo peor del libro, entonces, son los textos
que acompañan las historias y sirven a modo de introducción, explicación o
comentario, en particular el primero de todos, que refiere al libro en general
y, firmado por el excelente dibujante Ignacio Calero, se vuelve un derroche de
lugares comunes, sabiduría de pacotilla y de perogrullada y eso que llaman
“experiencia de vida”. En cuanto a los clichés, tenemos la archimanida
apelación a “contarnos historias, reunidos
en torno a un fogón al principio” (p.6, las itálicas son mías) y para la
apelación a la “experiencia”, hacia la mitad del texto (p.7) leemos, “eso es lo
que hace uno con las metas, las mira fijo a la distancia, sin perderle mirada,
siempre a tiro, para de esa manera salvar los obstáculos…”.
Lamentablemente,
es este tono ampuloso o innecesario contamina por momentos a otros de los
textos sumados al libro. La sección sobre la tragedia de los Andes, por
ejemplo, incorpora un epílogo de uno de los sobrevivientes, Roberto Canessa,
que funciona acaso como manera de “oficializar” la narración o incluso
garantizar la seriedad del relato ofrecido; es posible que Ramos se haya
sentido obligado a incorporar palabras de uno de los sobrevivientes, pero, a la
vez, esa suerte de aprobación es en última instancia innecesaria; en cualquier
caso, el texto no incomoda y Canessa resuelve su lugar (un lugar difícil, en última instancia, ya
que sugiere cierta mirada supervisora al proyecto narrativo de Ramos y su
guionista) con soltura. Sigue la historia de “Luz”, equivalente de la de
Natalia Martínez, y su epílogo quedó a cargo de Andrés Fontini, quien por
momentos acierta en el aporte de información que el lector puede no manejar y
que sirve al propósito general del libro, aunque, a la vez, en el primer
párrafo y en el último esa vocación de solemnidad retórica ya mencionada en
relación al prólogo de Calero termina por restar eficacia al texto. En ese
sentido, más cerca del blanco impacta el epílogo a la historia de Cromañón,
escrito por Rodolfo Santullo; aquí, de hecho, encontramos una visión de la
tragedia ligeramente diferente (y complementaria) a la ofrecida en la
historieta, lo cual obra en favor del propósito del libro al subrayar la
naturaleza subjetiva del testimonio llevado a las viñetas. La sobriedad de
Santullo, además, contrasta con el entusiasmo retórico de Nacho Iglesias, quien
ofrece el epílogo a la historia vinculada al Holocausto; en última instancia,
Iglesias se enfrenta con un tema sobre el que se ha dicho mucho y sobre el que
tan difícil es decir algo realmente significativo; su elaboración sobre el
arte, en última instancia, si bien parece entregarse a cierto romanticismo un
poco kitsch, nos ofrece una perspectiva complementaria –y por lo tanto no
gratuita, no innecesaria- al crudísimo y excelente trabajo de Ramos. Por
último, el aporte de Santiago Echeverría, presentado como epílogo (como “carta
abierta”, en rigor) a la historia de Edu Molina, se lee como el más sentido y
emocional.
Unas últimas
palabras sobre los guiones. Dejando de lado los de Leguisamo y Santullo,
marcadamente los más competentes, los otros tres quedaron a cargo del propio
Ramos. Y su trabajo, si bien no logra evitar cierto aire de principiante, logra
salir adelante y presentarse como una gran promesa de un futuro buen hacer. Si
bien en general adopta la fórmula de incorporar un narrador (en lugar de pautar
la narración mayoritariamente en los diálogos, como hacen Santullo y
Leguisamo), lo cual le recorta ciertas posibilidades expresivas y de fluidez
del relato, al ser presentado el libro como un conjunto de testimonios, esa primera persona recurrente y profusa (hay páginas,
las 34-35 por ejemplo, que parecen excesivamente cargadas de texto) se vuelve
un elemento decisivo a la hora de dar forma al proyecto de Ramos. En ese
sentido, entonces, los guiones del dibujante, quizá todavía inseguros o no
carentes de defectos, son extremadamente funcionales al objetivo del libro, y evidentemente
un punto a favor de Fernando Ramos.
Ramiro Sanchiz
Publicada en La Diaria el 14 de marzo de 2014
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